colombiainedita

Tuesday, February 06, 2007

EL CUADRO QUE ENCONTRARON ese día agentes de la Policía Judicial estaba cargado de enigmas. Cinco cadáveres yacían en el piso, entre herramientas y restos de hojalata de un taller de mecánica en un sector popular de Montería. Cerca de los cuerpos, en medio del desorden generado por un tiroteo, se encontraba un computador plegable cuya memoria comenzaría a revelar pistas.

En el ordenador había una relación de tierras de labranza y producción ganadera y de sus propietarios. Resultaban familiares los nombres de Vicente y Carlos Castaño, Jesús Ignacio Roldán -el mismo Monoleche que confesó haber asesinado a Carlos Castaño- y Sor Teresa Gómez, representante de la Fundación para el Desarrollo de Córdoba, Funpazcor. Lo extraño era que los predios listados en la memoria del aparato eran los mismos que en noviembre de 1990 los Castaño habían parcelado en las fincas Las Tangas, Jaraguay, Roma, Pasto Revuelto y Santa Mónica, en Córdoba, como parte de una "reforma agraria" en beneficio de familias pobres y afectadas por la violencia.

Hasta el pasado 20 de enero, cuando se produjo el hallazgo de los cadáveres, las autoridades no tenían certeza de que Sor Teresa Gómez, suegra de Monoleche, y aliados suyos presionaban a las familias beneficiarias de aquella "reforma" para que devolvieran las tierras vendiéndolas a precios muy bajos. Sus exigencias coincidían con la realización de la diligencia de la versión libre rendida en Medellín, ante un fiscal de la Unidad de Justicia y Paz, por Salvatore Mancuso. Representantes de las víctimas de los paramilitares que viajaron a Medellín con la esperanza de abrir las compuertas hacia la reparación, confiaban en que a la luz del proceso de verdad y justicia se aclarara el tema de las tierras. Esta aspiración era liderada por Yolanda Yamile Izquierdo Berrío y Manuel Antonio Argel, representantes de un comité integrado por 900 familias de parceleros. Ambas ya estaban recibiendo amenazas, pero confiaban en que las audiencias facilitaran su propósito de conservar pacíficamente la tierra. "Vengo por la verdad", les dijo la humilde mujer a varios periodistas que la abordaron antes de que empezara la confesión del jefe paramilitar de Córdoba.

Delegados de asociaciones de víctimas que acompañaron a Yolanda Izquierdo a Medellín cuentan que, pese a todo, ella moriría confiando en la promesa que hizo Salvatore Mancuso durante su versión libre: que crearía un fondo para reparar a personas damnificadas por el conflicto.

Pese a que las llamadas amenazantes se intensificaron una semana antes de que sicarios segaran su vida, el miércoles 31 de enero, en una callecita del barrio Rancho Grande de Montería, la líder campesina confió también en que la Justicia le brindaría protección a cambio de la información valiosa que ella le entregó sobre la manera como Sor Teresa Gómez y sus aliados pretendían hacerse al control de la tierra.

Dos días antes, Freddy Abel Espitia González, coordinador de una organización de desplazados en el mismo departamento, encontró la muerte mientras acariciaba el proyecto de construir el más confiable banco de información sobre bienes que los bloques al mando de Mancuso les habían arrebatado a los habitantes de su zona de influencia.

Espitia, desmovilizado del Epl en 1990, creía en el proceso de Justicia y Paz y durante todas las reuniones que encabezó en el municipio cordobés de Cotorra, eje de su acción, dijo que tenía el compromiso moral de acompañar al Estado en la búsqueda de la verdad y la reparación.

El trágico destino común de estos dos representantes de las víctimas es ya mucho más que prueba palmaria de que las retaguardias armadas que dejaron los paramilitares desmovilizados tienen la tarea de acallar a tiros a quienes tengan capacidad de conseguir que el aparato judicial funcione a favor de la verdad.

Francisco Forero, jefe de la Policía Judicial de la Unidad de Justicia y Paz, había recibido de manos de Yolanda Izquierdo y de su compañero, Manuel Argel, más de 700 documentos, entre títulos de propiedad y certificados de tradición, como parte fundamental de las pruebas que determinarían que los paramilitares obligaron a los poseedores de las tierras donadas por los Castaño, a través de Funpazcor, a venderlas y que estas quedaron en cabeza de testaferros.

Pero aún con las credenciales como víctima y testigo confiable, Yolanda no encontró protección alguna y su muerte, como la de Fredy Espitia, deja mal herida la credibilidad de un proceso en el que las garantías parecen patrimonio exclusivo de los jefes desmovilizados.

Bienes, a buen recaudo

Ante esos hechos cumplidos, el presidente Álvaro Uribe tomó el toro por los cuernos e invocó la colaboración armónica de los poderes públicos para tomar una decisión sin antecedente conocido en la historia de los procesos de paz: decomisar, como medida cautelar, los bienes que los procesados a la luz de la Ley de Justicia y Paz deben entregar para la reparación de las víctimas.

La medida es audaz -como audaz y osada es la idea de los paramilitares de asesinar selectivamente a víctimas que les resulten incómodas- y promete capacidad para evitar que a través de testaferratos, contratos leoninos, invasiones o negligencia administrativa tales bienes desaparezcan y no cumplan con la función social de la reparación.

Después de analizar el alcance de la medida proyectada desde la Secretaría Jurídica de la Casa de Nariño, el Presidente recordó, en tono de advertencia, que los beneficios judiciales para los desmovilizados están condicionados a su obligación de confesar sus crímenes, contribuir eficazmente a su esclarecimiento y a no reincidir en sus delitos y menos, por supuesto, ordenarlos desde sus sitios de reclusión. De otra manera, la comunidad internacional podría dejar de lado la tolerancia que ha observado desde el momento en que la Ley de Justicia y Paz determinó penas de cinco a ocho años de prisión para crímenes de lesa humanidad.

Más allá de manifiestos y anuncios, la solución a la crisis pasa por la protección efectiva a las víctimas que están en peligro. Por eso desde el jueves de la semana pasada la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo y la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación, organismos que interactúan con las víctimas, quedaron con la obligación de reportarle oportunamente a la Policía Nacional los nombres de los líderes y representantes de organizaciones que estén corriendo riesgo para que el Estado, de oficio, les ofrezca la seguridad necesaria.

De la eficacia de estas determinaciones depende que los principios de verdad justicia y reparación queden resguardados y no que continúen siendo reyes de burlas.


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