colombiainedita

Monday, April 02, 2007

Los indígenas Kogui viven acorralados e indefensos ante el conflicto

Los indígenas Kogui viven acorralados e indefensos ante el conflicto

Según esta angustiada denuncia de alguien cercano, esta tribu de la Sierra Nevada de Santa Marta vive aterrorizada y en el total abandono del estado desde hace 500 años.


Desde mediados de 1971, cuando el azar me llevó a las cumbres que rodean lo que entonces era el último refugio de los koguis, en crónica el 5 de julio de 1971 en EL TIEMPO, y ante mis ojos se 'descubrió' la existencia de ese grupo étnico verdadero descendiente de los valerosos taironas, he seguido, digo, desde entonces, el trasegar de los koguis; sus agonías, sus enfermedades, sus desplazamientos, la arremetida contra ellos por parte de nosotros los "blancos" y de otro grupo étnico, el abandono de quienes deberían ser sus defensores; he seguido sus pasos durante estos más de 35 años; en fin, he seguido su infinita soledad.

Entonces narraba cómo conocí las costumbres y modo de vida de este singular grupo que habitaba la parte alta del río Palomino, llamado por ellos Taminaka: era el último viaje en helicóptero que, auspiciado por el hotel Irotama, se haría para llevar turistas a que conocieran cómo vivían los descendientes de los taironas. Decidí quedarme para conocer sus costumbres y en esa crónica narraba cómo vivían: había un poblado con ranchos redondos, donde curiosamente no vivían las familias; ese era el lugar de reunión con su mamos, una vez al mes, en luna llena; vivían en sus parcelas, cultivando para su sustento, el algodón para sus telares, el fique para sus mochilas; la vida era apacible y el lugar, un privilegio; las mujeres cuidaban de sus hijos y a pesar de sus numerosas familias, nunca se oían peleas entre niños ni hombres maltratando sus mujeres; el mamo resolvía los pequeños conflictos; sin embargo, nos veían con temor; me sorprendió el miedo que nos tenían:

"... Otro día, viniendo civilizado por las montañas de Puebloviejo, cogiendo indio, amarrando, dando paliza para que indio venda barato buey, indios teniendo mucho miedo...", me decía entonces Joaquín Chimunquero, quien supuestamente me serviría de guía para bajar a la ciudad, pero que a las 2 horas de caminar junto a mí y haberme "rendido", sencillamente me dijo, "tú camina muy despacio; yo sigo adelante y nos vemos donde compadre mío..."; no lo volví a ver; me quedé solo y sin conocer el camino y me tomó tres días de soledad y hambre para llegar a la carretera; quince días después, Chimunquero llegó a mi oficina en el Rodadero y con la mayor inocencia me dice: "Yo quiero, tú compadre mío..." y así fue. Días más tarde bautizamos en una iglesia de Santa Marta a Agustín, que ya hoy tiene seis hijos con su mujer Josefa, y a quien durante estos 35 años he tratado de ayudar, lo mismo que a su comunidad.

El centro de la cultura tairona estaba en el valle del Tairo entre los ríos Buriticá, Don Diego (Taironaca) y Palomino (Taminaka); sus habitantes, los tairona, fueron ingenieros, pescadores, artesanos, agricultores, músicos, navegantes del Caribe en sus enormes cayucos de caracolí y los mejores orfebres de América; vivieron en abundancia y placidez, permitiéndoles crear increíbles ciudades de piedra que aún perduran, muchas cubiertas por la maleza de más de 500 años y entrelazadas por más de 300 kilómetros de caminos empedrados; la fertilidad de esas montañas y la diversidad de pisos climáticos les posibilitó dedicarse al arte tanto en orfebrería como en cerámica y cuarzo y navegar por el Caribe y Centroamérica. La llegada de los españoles ansiosos de oro, los obligó a subir más en la montaña y destruyó todo ese andamiaje casi perfecto de sociedad en que vivieron por siglos con respeto entre ellos y ante la naturaleza que les daba todo, intercambiando los productos de los diferentes climas. Aislados de una sociedad que solo los destruía, quedaron los koguis o kaggaba, descendientes de los taironas, herederos del gran valle de Tairo, entre los ríos Guachaca y Palomino.

Lejos, muy lejos, se asentaba otro grupo de indígenas, herederos del valle de Nabusimake donde están sus antepasados: los arhuacos, con otra lengua, otras tradiciones, otra cultura; indígenas, sí; pero no taironas. Dueños de la vertiente sur de la Sierra, los arhuacos hacían sus pagamentos allá, enterraban a sus muertos allá y aprendieron del hombre blanco a criar ovejos y a tejer la lana, allá en la vertiente sur, protegidos por los monjes que no permitieron que los colonos fueran allá a desplazarlos; recibieron educación, aprendieron a leer y escribir, a comprender la sociedad de consumo, adquirieron ovejos y mulos; su geografía está más cerca de Valledupar y sus familias están en Nabusimake, lejos del valle de Tairo. Con tradiciones diferentes, idiomas distintos, cosmogonías dispares, cada etnia debe conservar su espacio y nosotros debemos respetar y hacer respetar esos espacios.

Sin embargo, la realidad ha sido diametralmente diferente; los koguis han tenido que aguantar por siglos el desplazamiento y han soportado estoicamente su soledad; primero, sus antepasados fueron diezmados en la conquista por los españoles; en los años 50, los colonos cachacos que se subieron a la Sierra huyendo de la persecución conservadora que, a su vez, quería vengarse de los ataques que habían sufrido en los años 30 cuando el liberalismo recuperó el gobierno con Alfonso López Pumarejo, buscaban tierras para cultivar café y desalojaron a los koguis, les quitaron los animales a cambio de chirrinche, con las secuelas del alcoholismo que todavía quedan. En el 74, con el auge de la marihuana, la 'Santa Marta Golden', la invasión ya no fue sólo de cachacos sino que muchos guajiros mestizos, todos ellos armados, iniciaron entre ellos una guerra donde nadie pudo contar los muertos que cayeron por esos cultivos que se arrebatan unos a otros y que aterrorizó a los indígenas; les parecía increíble que los blancos fueran tan lejos de sus casas a matarse por unas matas de hierba. Les aterrorizaba que esos criminales ensangrentaran los senderos sagrados que conducen a la morada de montañas blancas que ellos visitaban todos los años a poner sus pagamentos a los dioses. Seguían subiendo la montaña y seguían quedándose solos; su compañero desde hace muchos años ha sido el miedo.

En una 'Carta del Mar Caribe' del 74, cuando Santa Marta se acercaba a celebrar los 450 años de su fundación y la discusión surgía sobre si Bastidas la fundó en 1525 o 1526, ya lamentaba sobre esa soledad y ese abandono; sobre la necesidad de devolverles la tierra que se les había quitado y proporcionarles puestos de salud y bienestar.

Después, y en épocas más cercanas, vino el cultivo masivo de la coca para la obtención de cocaína; la planta ancestral, sagrada, ritual de los indígenas suramericanos, cultivada desde tierras incas hasta terrazas taironas, emblema de sabiduría y religiosidad, había sido "profanada" para convertirla en símbolo de la modernidad, en "veneno" de las nuevas generaciones, en motivo de guerras y atrocidades; y fue, por supuesto, gran parte de la tierra tairona, la víctima de esta invasión; y fueron, de nuevo, los koguis, los desplazados de su tierra para dar paso a cultivos tecnificados de su planta tradicional. Su soledad seguía creciendo...

Hace dos años la guerrilla irrumpió en la idílica aldea y refugio de los koguis, Taminaka, como se llamaba antes de la llegada de los españoles el río Palomino, que junto con el Don Diego reciben el deshielo de los picos de la Sierra Nevada. La salvaje invasión dejó atónitos a los indígenas, que con la acción vandálica perdieron sus escasos y flacos animales, su yuca y sus cultivos de maíz. Cuando el promotor de salud, un indígena que sabía algunas palabras de español, reclamó por el atropello, cayó muerto por tres tiros en el pecho que resonaron en esas frías montañas a las que no había llegado la violencia; no fue el único muerto; después cayeron otros tres indígenas que no supieron responder a unas preguntas hechas en un idioma para ellos desconocido; los koguis nunca recibieron la ayuda de los curas, que sí enseñaron el español a los arhuacos; no supieron responder en español y fueron asesinados. La arremetida los obligó a desplazarse, unos subieron más alto, a refugiarse en los bosques de quina cerca del páramo, y durmieron allí por varios días; otros bajaron a la carrera, buscando la carretera, sin un peso en sus mochilas para coger un bus, con el estómago vacío, los sueños atrasados y la tristeza de dejar el terruño en el que habían trabajado por tantos años; un gran peso los acosa: el que da el permanente miedo.

A mi casa, en Gaira, llegaron unos quince, todos familiares de mi compadre Chimunquero y el mamo Francisco Dingula. Al día siguiente, mis hijas los llevaron a las oficinas del gobierno, que ellos no conocían, y recibieron la ayuda de la Red de Solidaridad y del Minuto de Dios. Los refugiamos en una pequeña parcela a orillas del río Don Diego. Luego, mi hijas los llevaron a la Casa Indígena, donde supuestamente debían ayudarlos; sin embargo el cabildo los regañó y les ordenó que se devolvieran a sus tierras, allá donde la guerrilla los estaba matando. En la Casa Indígena de Santa Marta todos los funcionarios son arhuacos; ningún kogui interviene en sus decisiones. Desde hace unos veinte años los arhuacos han venido desplazándose de la región de Nabusimake a las montañas cercanas a Santa Marta. A algún gobernador al que le atraen los votos y los arhuacos que tienen cédula, decidió nombrar a uno de ellos como su asesor permanente en asuntos indígenas. ¡De los koguis nadie sabía o nadie se acordó!

Hace dos años, cuando ocurrió el primer desplazamiento por la guerrilla, bajaron tres mamos koguis. Les preguntamos sobre las ayudas que han recibido por parte de su Cabildo Gobernador, o del gobierno. La respuesta unánime fue: "Ninguna". Ahora se ve es que los arhuacos, que, como ya dijimos, pertenecen a la vertiente sur de la Sierra, al departamento del Cesar, se han apropiado de inmensas extensiones de tierra fértil en el departamento del Magdalena, en la zona que es de los koguis, pues ellos en la Casa Indígena deciden a quién se les adjudican las tierras que compra el Incoder.

Ya no queda rescoldo de la Sierra donde se les deje vivir. Ya los espacios donde vivieron y murieron sus antepasados están siendo feriados a otras tribus.


Quedan varias preguntas en el aire:

1. ¿Desde cuándo desapareció la intervención del Instituto de Antropología en las casas indígenas, abandonando las funciones de orientación y control, para que otras culturas de la Sierra, mejor educadas y con capacidad de gestión, no se adjudiquen ellas las mejores tierras?

2. ¿Por qué desde hace 2 años, cuando ocurrió el primer desplazamiento y la gobernación ofreció a los koguis unos terrenos para construir un centro educativo y asistencia médica a orillas del río Don Diego, hasta la fecha no se ha construido?

3. ¿Puede la Casa Indígena de Santa Marta repartir, sin control ni auditoría, terrenos que fueron centro de los ancestros de los koguis, sin su consentimiento?

La apacible vida de los koguis ha quedado atrás; al no tener tierras cercanas a la ciudad donde cultivar, no pueden sembrar el algodón y no pueden urdir sus telares, tradición esta exclusiva de los hombres; son ellos quienes se encargan de hacer los vestidos de la familia; en un artesanal telar, el hombre hace la tela con el algodón que la mujer ha hilado; como parte de sus tradiciones, pueden teñir el hilo con tintes vegetales de manera que los vestidos puedan tener adornos en hilos marrones; el vestido tradicional para el hombre es un pantalón blanco con una camisa de manga larga; para los niños es una bata con dos mangas; y para las mujeres que han pasado la pubertad, el vestido deja al descubierto el hombro derecho, en un símbolo de sensualidad y belleza. Las mujeres, por su parte, se encargan de tejer las mochilas, parte primordial de sus vidas; las hacen de fique, a diferencia de los arhuacos que las hacen de lana de ovejo; el fique lo cosechan con su sabiduría, de manera que sea resistente; lo tiñen bien sea con tintes de cortezas de árboles de páramo, o con raíces de plantas de zona templada; eso da variedad de colores de ocres y marrones...

Hace 3 semanas, la guerrilla volvió a asustarlos; ellos, silenciosos, pasivos, ajenos a los conflictos (nunca un kogui ha matado a otro), corrieron de nuevo en busca de la ayuda que pudieran brindarles sus parientes, que están abajo, a orillas del río Don Diego.

Seguimos tocando puertas, solicitando ayuda para ellos. Incluso a la señora del presidente le escribimos hace un año, sin respuesta. Solicitamos no sólo ayuda para calmar el hambre del día, sino soluciones a largo plazo, definitivas; que les sean entregadas tierras más cercanas de la carretera para que puedan bajar sus productos y venderlos; que les ayuden en prácticas agrícolas más tecnificadas, que tengan puesto de salud, escuelas para que puedan sacar algunos bachilleres y universitarios que luego luchen por ellos; que les respeten su tradición y cultura. Para que algún día puedan desprenderse de ese aterrador miedo que heredaron y los sigue persiguiendo hace 500 años, cuando salieron a defenderse con arcos y flechas de los esclavistas Cristóbal Guerra y Diego de Colmenares en las playas de Gaira y cayeron atravesados por los arcabuces de los conquistadores.

Publicvado en www.eltiempo.com

0 Comments:

Post a Comment

<< Home