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Saturday, April 14, 2007

A dónde van los desaparecidos?

A dónde van los desaparecidos?
En busca de sus verdugos

Veinte años después de ser secuestrado y torturado, y de salvarse milagrosamente de ser desaparecido, José Cuesta rompió su silencio y a manera de denuncia reveló quiénes fueron los responsables.
Redacción Judicial



sábado, 14 de abril de 2007

En busca de su verdad, liberándose del horror que marcó su vida, José Cuesta se decidió a revelar sus encuentros con la muerte en la antesala de torturas de los desaparecidos y sus matarifes. “Vivir para contarlo”, resalta hoy, porque confía en que su implacable persecutor ya no volverá a agobiarlo con su osadía para la simulación y el crimen. Sin guardarse nada, dispuesto a ratificarse en su reclamo al Estado para que judicialmente se esclarezca su caso, siente que ya hizo su catarsis. Su testimonio es denuncia y al mismo tiempo memoria de una época de guerra “sucia” que se llevó demasiadas vidas y borró muchos rastros.

Todo empezó en la escuela de instrucción de armas, medidas de seguridad y planes de inteligencia que el M-19 creó en Bogotá en el segundo semestre de 1985, cuando se rompió la tregua con el gobierno de Belisario Betancur. José Cuesta recibió la orden de crear una estructura miliciana en el suroriente y le echó el ojo a Lucas, “de lejos el mejor, el más dotado, el más avezado, dueño de una frialdad abrumadora”. El hombre se rifaba para los operativos más extremos, hasta que sobrevino una mala racha, fracasaron tres acciones, el único miliciano en los tres operativos era Lucas y un trabajo de contrainteligencia detectó que era infiltrado del Ejército.

Era el sargento del B-2 de inteligencia militar Bernardo Alfonso Garzón Garzón, quien se olió la pesquisa guerrillera y desapareció como por encanto. Pocos meses después, cuando milicianos y simpatizantes del M-19, aprovechando el anuncio de la visita del papa Juan Pablo II a Colombia, le daban forma a un encuentro comunitario de cristianos por la paz en el suroriente, Lucas regresó para provocar estragos y probar su talante mercenario. El 8 de abril de 1986, cuando sigilosamente José Cuesta llegaba a la sede de la Juventud de Cristianos por la Paz, quedó estupefacto: a media cuadra del sitio caminaba el mismísimo infiltrado.

Como Lucas no lo vio, Cuesta alcanzó a dar la voz de alarma. “Nos van a allanar”, advirtió, y los reunidos se dispersaron. Pero el plan era más lesivo. El periodista Antonio Hernández, director de la revista Solidaridad, no llegó a su casa. Lo encontraron muerto en un basurero con dos disparos en la cabeza. Al ingeniero químico Guillermo Marín lo localizaron en un vallado del parque La Florida, envuelto en un costal, amarrado de pies y manos, con tres impactos de bala pero milagrosamente vivo. Semanas después, bajo la protección de Amnistía Internacional, Marín viajó al exilio y desde entonces vive en Londres.

Antes, sin embargo, se reunió con Cuesta y le confirmó sus sospechas: “Fue Lucas”. Cuesta salió de Bogotá y estuvo varios meses en las montañas del Cauca. Retornó para reactivar la estructura miliciana, días antes de que el M-19, el 29 de mayo de 1988, secuestrara a Álvaro Gómez Hurtado. La reacción militar fue contundente y, a los 20 días, cuando caminaba por el barrio Villaluz, el propio José Cuesta empezó a vivir su tormento. “Mario, no se mueva o lo mato”, lo intimó, llamándolo por su nombre de guerra, un individuo de voz conocida que se apeó de un Renault 4.

Lucas estaba de regreso y, apoyado por otros sujetos, introdujo a Cuesta al vehículo. Lo obligaron a tenderse en el piso, le cubrieron la cabeza con una capucha, y tras reconocerle que les había tomado dos años localizarlo, el más agresivo de sus captores le advirtió: “No vaya a levantar la cabeza porque le hago saltar los sesos”. Desde ese instante, sufrió el infierno de la desaparición y perversidades conexas. Fueron 14 días de suplicio, de brutales pero disimuladas torturas hasta el desmayo, de lacerante reposo cuando llegaba Lucas y con voz sinuosa le proponía protección judicial a cambio de delatar a sus milicianos.

No lo mataron porque las protestas en la Universidad Nacional no dieron tregua y porque desde la clandestinidad la cúpula del M-19 condicionó negociar la libertad de Gómez Hurtado a la aparición de Cuesta. Veinticuatro horas antes de su liberación, por primera y única vez le quitaron la capucha, le ordenaron afeitarse y ante una cámara de video lo obligaron a declararse arrepentido de su pasado insurgente. Después insistieron que estaba detenido por el grupo Muerte a Secuestradores, así debía resaltarlo, y fue liberado frente a la casa de sus padres. Vivió escondido varios meses porque los radicales del M-19 lo buscaban para matarlo.

Su destino era Londres, pero Édgar Molano, otro curtido jefe miliciano, lo convenció de que llegaba el momento de la política. Recibió la orden de constituir la primera casa de paz en Bogotá y pronto fue sumado al grupo de voceros de diálogo con el gobierno Barco. Ayudó a las desmovilizaciones y él mismo entregó su arma en la vereda El Vergel, de Suaza (Huila), en marzo de 1990. Aspiró a la Constituyente, pero no alcanzaron los votos. Y apenas se reacomodaba a su condición de desmovilizado cuando reapareció su verdugo, esta vez como perseguido, dispuesto a buscar amparo en la justicia porque sabía demasiado y sentía que iban a matarlo.

El 22 y 23 de enero de 1991, ante la Procuraduría, con su verdadera identidad de sargento viceprimero Bernardo Garzón Garzón, el siniestro Lucas confesó todos sus crímenes. La desaparición de Amparo Tordecillas, la de Nidia Érika Bautista, el asesinato de Óscar William Calvo, entre otros. Según él, siempre ordenados por oficiales de la brigada de inteligencia militar de la época. jOSÉ Cuesta creyó que llegaba la hora de la justicia, pero súbitamente, semanas después, Lucas se retractó, el Ministerio Público no ahondó más en sus pesquisas y el escurridizo agente de inteligencia militar volvió a esfumarse.

Por esos mismos días, llegó a manos de Cuesta una secreta evidencia. Durante una manifestación de protesta frente a la empresa de acueducto en Bogotá, un periodista que conocía de tiempo atrás, no quiso decirle como la obtuvo, pero le obsequió una foto que le hizo revivir las horas de su tormento. Tomada de un video, era él, en medio de dos encapuchados portando ametralladoras, en el ocaso de su cautiverio, en el momento en que lo obligaron a declararse bien tratado por el Mas y dispuesto a olvidarse del M-19. Guardó la foto en un libro y allí permaneció durante 16 años, el tiempo que necesitó para romper su silencio.

El año pasado volvió a escrutarla. Averiguó en todas partes por Garzón y acumuló distintas versiones. Que fue capturado por el Ejército en 1997, que entró a trabajar con los narcotraficantes del Valle, que lo silenciaron las mafias. No sabe con certeza si está vivo, pero tampoco le importa. José Cuesta se redescubrió en la política, hoy es miembro de la dirección del Polo Democrático, ejerce la docencia universitaria y sabe que con su cuarto libro, ¿A dónde van los desaparecidos?, cumple con un compromiso moral que estaba pendiente: liberarse del laberinto de su dolor.



Publicado En El Espectador/www.elespectador.com

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