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Saturday, February 10, 2007

El Turismo de la Coca

sábado, 10 de febrero de 2007

El Espectador los acompañó en un artesanal laboratorio, donde los caminantes se encuentran con lo ilegal.

La calle 10C en Santa Marta es un oasis de extranjeros. Entre la mole de mármol marrón de la Sociedad Portuaria y la vertiginosa bulla de la Quinta, las fachadas de las casonas de comienzos de siglo XX son un completo cuadro cromático de colores pastel, que esconden hostales, residencias, restaurantes y billares, a muy bajo precio, tal como les gusta a los mochileros extranjeros. Por sus cuadras transitan los más variados tipos de nórdicos y sajones, mediterráneos y norteamericanos. Se los encuentra descansando en el lobby del hostal Miramar o en La Casa Familiar, tomándose una cerveza en alguna tienda de esquina o desayunando huevos pericos con queso y tomate.

La mayoría llega a Santa Marta con idéntico plan: subir a la Sierra Nevada. Todos vienen atraídos por los rumores del maravilloso paisaje y del conjunto arqueológico que se esconde en la selva. Sin embargo, entre decenas de visitantes, aunque siempre lo callan, ya prolifera un chisme a voces: el viaje a la Sierra hoy ofrece un insólito atractivo turístico, ni más ni menos que observar, paso a paso, los métodos y secretos de un laboratorio para el procesamiento de coca escondido en el monte.

Lo han visto en fotos, al encontrarse en su camino turístico con mochileros, que tras bajar de la Sierra Nevada, visitan el Parque Tayrona, el parque arqueológico de San Agustín o la ciudad de Cartagena. Entre las usuales charlas de los viajeros, comparten sus imágenes. Son retratos y primeros planos que muestran a un campesino, curtido por los años y la selva, mezclando las hojas de coca con un polvo blanco, revolviéndolas después con otros químicos y, finalmente, después de aplicarles una rudimentaria serie de filtros, convirtiéndolas en pasta, lista para volverse cocaína pura, “oro blanco”.

Apretados en un jeep y seguidos por una colorida chivita también atestada de mochileros, Brian y Johana, un irlandés y una inglesa que se enamoraron en Argentina hace unos meses, inician su viaje. Con ellos coge camino a la montaña una pareja de jóvenes austriacos que no hablan una gota de español y que vinieron al matrimonio de un familiar en Medellín. También se suma a la expedición una italiana, Sara, quien no deja de sonreír y conversar con todos acerca de su natal Cerdeña. A su vez, Nicolás, un danés bonachón que abre con sorpresa sus ojos redondos cubiertos por espesas cejas negras, comparte con el grupo que trabaja como voluntario en Ecuador liberando especies amazónicas en cautiverio.

Antes del viaje ya ha corrido la voz de que quienes estén dispuestos a pagar veinte mil pesos adicionales podrán acceder hasta un campesino guía y observar, en vivo y en directo, el proceso de elaboración de la pasta de coca en una pequeña “factoría” mimetizada en la selva. Casi de inmediato todos hablan emocionados del tema. Algunos no sabían que el tour a Ciudad Perdida incluía este pintoresco detalle. Uno de ellos sonríe y dice bromeando: “Qué bueno, yo voy porque es ilegal. ¿Quién iría si fuera tan sólo una plantación de cacao?”; otro le sigue el chiste: “A mí que me den algo de souvenir”.

Brian, el irlandés, habla de su viaje por Bolivia y le cuenta al grupo que, pasando por La Paz, fue al Museo de la Coca, una instalación que le ofrece al turista un recorrido por la historia de la hoja y su evolución en narcótico y demonio del comercio internacional. “También ahí hay un espacio donde te muestran todo el proceso de cómo se convierte la coca en cocaína”, insiste con su curioso acento irlandés. Todos están ansiosos. También El Espectador, que quiere constatar cómo es el cuento del turismo de la coca. A las 24 horas, el rumor creciente se convierte en una realidad asombrosa.

El Smithsonian de la coca

La factoría de don Vicente* es una pequeña instalación en la mitad de la manigua de la Sierra Nevada de Santa Marta, que bien podría semejarse a cualquier cambuche de los que se ven en los noticieros cuando se habla de la guerrilla. Una plancha de cemento rodeada en sus cuatro costados por un pequeño andén, como una gran bandeja, compone la primera parte del laboratorio. En la mitad, una tarima de madera con varias canecas azules divide la factoría y esconde el segundo módulo, donde se encuentra un amplio espacio en el cual Vicente almacena organizadamente embudos, botellas, recipientes, filtros, pequeños jirones de trapo, tapas de plástico y otra suerte de adminículos con los que realiza su exhibición.

Al llegar al planchón hay en el centro un pequeño montón de hojas de coca verdes y otro tanto a su lado, secas. Vicente tiene la muestra muy sistematizada, parece como si dejara todo listo desde el día anterior. “Qué tal el viejo”, dirá más tarde bromeando un colombiano perteneciente a otro grupo, “tiene eso organizado mejor que el Smithsonian”. El Smithsonian es uno de los sistemas nacionales de museos más importantes de Estads Unidos. Después de mostrar la guadañadora con la que muele la coca, Vicente saca la sal y la cal. Las espolvorea sobre el montón de hojas y luego las revuelve. Posteriormente las pisotea como las uvas de un viñedo familiar.

El recorrido pasa a las canecas, donde se encuentra la hoja molida. Vicente explica que con 120 litros de gasolina, que son vertidos en los recipientes, se “lava” la hoja llevándose el alcaloide y convirtiéndola en bagazo inservible. Durante cinco horas debe estar la gasolina en los barriles, revolviendo cada hora, hasta que se desocupa por una salida en la parte inferior.

Los turistas observan detenidamente. A Gabi, una tímida austriaca sin gota de español y un poco de inglés, no le queda más remedio que entender la historia a partir de los gestos de Vicente. Hunde sus manos en el barril y mira la hoja molida y lavada, y una y otra vez pasa la mirada entre el residuo de coca y el campesino, como queriendo construir su propia historia.

Sin perder un segundo su sonrisa ni su porte académico, don Vicente coge un pequeño balde donde guarda un poco de la gasolina que sale del anterior proceso. “A esto hay que echarle ocho litros de agua y ocho cucharadas de ácido sulfúrico”, dice. Coge un batidor, una suerte de disco lleno de agujeros y con él golpea la gasolina con agua para separar ambos elementos. La gasolina sale a flote. El agua queda en el fondo y con ella el alcaloide. Mientras prepara una pequeña manguera con la que separa la gasolina del agua, el viejo sigue hablando y cuenta que cuando llegó la coca a la Sierra, los campesinos empezaron a consumirse todo lo que trabajaban.

“El campesino acá no puede consumir. Hace 20 años consumían mucho, entonces vinieron los paramilitares a conversar con las mujeres y con los presidentes de las juntas de Acción Comunal y advirtieron que aquel que volviera a consumir droga lo mataban y lo metían a un hueco”. “Claro, la ley de la selva”, sentencia Brian, abriendo los ojos.

Una vez separada la gasolina del agua queda un líquido transparente con ligero tinte marrón. Luego se le añaden cristales negruzcos y brillantes de permanganato de sodio. Vicente se toma un buen tiempo revolviendo la mezcla hasta encontrar el punto exacto. “Esta es la clave para que después rinda”, explica. En un filtro artesanal, construido fuera del laboratorio, vierte el líquido. Pareciera como si estuviera haciendo café a la inversa: en el filtro la mezcla es azabache, al otro lado sale casi transparente.

Llega el último paso. La exhibición acelera el ritmo porque empiezan a llegar a la bandeja de cemento nuevos turistas, de otro grupo, que vienen al siguiente turno. Una vez filtrada la mezcla, Vicente añade la soda cáustica, no sin antes recordarles que con eso “se destapan cañerías”. Y finalmente, luego de revolverla, la vierte en un pequeño filtro que deja como resultado una pasta blanca, como crema de dientes. Vista ahí, esa plasta babosa no aparenta nada extraordinario. Y sin embargo es, probablemente, la plasta babosa que más fotos recibe cada vez que es fabricada.

Para convertir la base en verdadera cocaína, se le debe añadir acetona. Pero esta es explosiva y, por consiguiente, la prohíben los paramilitares por miedo a que la guerrilla la robe para fabricar explosivos.

La historia de un rebusque

Vicente llegó a la sierra hace 30 años. Primero fue guaquero, como muchos otros. Luego cultivó ñame y aguacate, y al llegar la bonanza intentó medírsele a la marihuana. Sin embargo, tras una buena primera cosecha, fió lo producido en la segunda y hasta ahí le llegó el negocio. “Yo no quería sembrar coca”, dice seriamente. “Una gente que la sembraba me decía ‘siembre, que eso conseguimos quién nos enseñe a trabajarla’. Yo les decía, no. Yo quiero es sembrar cacao, porque el cacao es más rentable pa’ el campesino y más rentable que la coca. Pero un día arrancaron las fumigaciones a los cultivos de marihuana. Los químicos dañaron las semillas de ñame y acabaron con el aguacate”. Finalmente, tiempo después, el turno fue para el cacao. Una peste a la que llaman monilla lo arrasó.

Entonces arrancó con la coca. Un compadre suyo, que venía de los Llanos Orientales, le enseñó a manejar los ingredientes. Le tomó más de seis años aprender a hacer una buena pasta.

La idea de utilizar el laboratorio como sitio turístico surgió hace seis años. Unos extranjeros en Santa Marta contrataron a un guía para que los llevara a ver el procesamiento de la hoja. No fueron al laboratorio de Vicente sino a otro de los muchos que tienen los campesinos en la sierra como modo de sustento. Luego vinieron otros a preguntar por lo mismo, hasta que a Vicente se le prendió el bombillo. Hoy en día es habitual.

El plan no se ofrece en Santa Marta. Simplemente al llegar a la Sierra corre la voz, y aquellos turistas interesados visitan el laboratorio. Vicente asegura que en la actualidad es poca la pasta de coca que fabrica, porque el turismo es más rentable. “Además, compro menos químicos”, dice . Y aunque hay viajeros que deciden no visitar la factoría, él sostiene que nunca ha tenido un turista colombiano o extranjero que se ofenda o lo regañe.

Cuando se le pregunta acerca de la rectitud o legalidad de su negocio, responde tranquilo. “A mí me daba miedo porque podía venir alguno de la ley, o algún empleado del Gobierno, y cuatro o cinco días después podían regresar con un grupo de policías y llevarme preso. Pero después pensé que muchos grupos de turistas me han dicho que esto es muy bueno, porque así se dan cuenta de las porquerías que lleva esto y que así no les dan ganas de consumirla”, sostiene con firme tranquilidad.

Y sigue la trocha

Sara pasa al lado de una mata de coca y deja entrever una mirada traviesa mientras dice emocionada: “¡dale, tómame una al lado de la coca, quiero una foto ilegal!”.

La visita al laboratorio ha dado de qué hablar, y durante las próximas horas en el trayecto hacia Ciudad Perdida todos tendrán algo que comentar al respecto. Uno de los más emocionados es Brian. “La factoría es uno de los mejores lugares que he visitado en todo mi viaje. Es muy original”, dice.

Durante el almuerzo, en una mesa de picnic al lado del río Buritaca, dos italianas en un español un tanto enclenque se quejan de la “factoría”. “Yo imaginaba algo grande, técnico…”, dice una con cara de decepción. Mauricio, un colombiano residente en Canadá, frunce el ceño: “A mí me pareció medio chimbo, eso es un montaje, yo no creo que ahí se produzca nada de verdad…”.

A Sara, cada vez que se le pregunta, simplemente responde sonriendo y arrastrando la palabra con su acento, mezcla de catalán y sardo: “Qué fueeeeerte, yo no pensé que iba a ser tan normal”, dice. “Nunca imaginé encontrarme un laboratorio en la mitad de la selva”.

Pasadas las horas, el tema poco a poco se va olvidando. Entre el cansancio, el pesado calor y la maravilla del paisaje, los turistas dejan atrás el tema de la factoría.

Sin embargo, muy seguramente a su regreso, lo primero que harán al desempacar sus cámaras será mostrarles a sus conocidos la imagen con el filtro y la pasta, o su rostro sonriente posando al lado de una mata de coca. Con la sensación traviesa de haber realizado una sana trasgresión, describirán la manera como esa hojita verde que sale en la foto se convierte en un polvo tan codiciado. Y ante la sorpresa de su público, les contarán a los futuros viajeros que este asunto, ni soñando, aparece en las páginas sacras de las guías turísticas.

*Nombre ficticio.

www.elespecatdor.com.co

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