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Tuesday, November 21, 2006

Servicio noticioso – Número 156 – noviembre 20 de 2006
La Corte y sus juicios
Juan Diego García – noviembre 20 de 2006
La decisión de la Corte Suprema de someter a juicio criminal a algunos parlamentarios estrechamente vinculados a Uribe Vélez, por delitos relacionados con la conformación de grupos paramilitares y su participación en las acciones de éstos, recibe diversas interpretaciones en la atmósfera de caos y derrumbe que preside el segundo mandato del presidente de la Seguridad Democrática.
Para algunos, en este caso no hay que buscar motivos ocultos, sutiles maniobras políticas o conspiraciones palaciegas, pues, con la apertura de un proceso penal como éste, tan sólo se está dando paso al imperio de la ley, confirmando con ello que, a pesar de todos los problemas que aquejan al país, el sistema funciona y Colombia ofrece una prueba más de la vitalidad de su democracia. Más aún, la ocasión permite abundar en elogios para el sistema, pues el sometimiento a la ley de tan altos personajes sería una prueba su vitalidad y capacidad de recuperación.
Pero los elevados índices de impunidad –por encima del 90% de los delitos– y de inseguridad ciudadana –de los más altos del mundo– restan todo valor a tales argumentos y los convierten en la simple expresión de un buen deseo, cuando no de la ilusión acerca de la existencia de un supuesto Estado de Derecho que sobrevive a pesar de todo.
Este tipo de argumentos pierden más fuerza aun cuando se constata que el sistema de justicia tiene en Colombia manga ancha para los delitos de cuello blanco y corrupción gubernamental, mientras se aplica con inusitada dureza contra la oposición política o las gentes sencillas. Como regla general, a la cárcel no van quienes tienen suficiente poder económico o político: dos factores comúnmente asociados. Tampoco son juzgados, y menos condenados, quienes cometen delitos de lesa humanidad contra las organizaciones de izquierda, progresistas o simplemente contra quienes estorban a los grandes intereses. Las cárceles están llenas de gentes de la oposición –legal y armada–, mientras los cabecillas del paramilitarismo y el narcotráfico que están ahora supuestamente sometidos a la justicia descansan en clubes sociales especialmente acondicionados para ellos –a la manera de La Catedral, lujoso centro de reclusión de Pablo Escobar a inicios de los años 90–. La distinta vara de la justicia es de tal magnitud que los militares tienen su propio sistema legal, de suerte que no sorprende la casi total impunidad de la que gozan quienes incurren en violaciones extremas de la ley, y que, por su parte, los paramilitares en las cárceles comunes tengan instalaciones separadas del resto de los penados, en las que gozan de todo tipo de comodidades, a diferencia de la dura y denigrante condición a que se somete a los presos comunes y a los insurgentes, opositores y otros desafectos del gobierno.
Sería interminable el relato de los casos que comprueban cómo funciona esta justicia de clase y cómo se utiliza en la represión del descontento social y la oposición política. Basta con echar una ojeada a los informes de las organizaciones de defensa de los derechos humanos para disipar toda duda acerca del funcionamiento real de la justicia en un país que vive, prácticamente, en guerra civil desde hace décadas.
Por eso, precisamente, resulta pertinente preguntarse por el motivo que lleva a la Corte a tomar tal decisión, si se puede descartar la idea peregrina de que aquí sólo debe verse el normal funcionamiento del Estado de Derecho y la mano siempre ciega de la justicia.
Desde una perspectiva más realista, y dada la condición de los acusados, en esta decisión de la Corte podría intuirse una cierta reacción colegiada de una parte, al menos, del Poder Judicial, que intenta recuperar el protagonismo que el neoliberalismo ha venido quitando a los demás poderes del Estado. En efecto, el neoliberalismo supone un sistemático desmantelamiento de la institucionalidad tradicional y la concentración de todos los poderes en el Ejecutivo. El actual ordenamiento legal resultaría un estorbo y, por ese motivo, se le somete a una doble operación. Por una parte, se avanza en la transformación de todo el entramado legal –sin excluir, por supuesto, a la misma Constitución– de manera que se facilite el reino del mercado y se anule en lo posible el espacio de la política –es decir, la negociación, el diálogo, la concertación de intereses, etc., incluyendo las contradicciones que afectan internamente a la misma clase dirigente–. Se trata de imponer la racionalidad instrumental en su forma más pura y en esa perspectiva, ciertamente, la política estorba: jueces y parlamentarios podrían convertirse en contradictores que es necesario controlar.
El Poder Legislativo, ya se sabe, está literalmente controlado por políticos neoliberales de fidelidad perruna al primer mandatario y hasta una parte importante de ellos se mueve en la órbita de influencia del paramilitarismo, brazo armado de la derecha encargado de hacer la guerra sucia a la oposición. Los métodos para reducir al Parlamento son variados, utilizando todos los recursos de que dispone el sistema sin excluir la violencia cruda. No sorprende que en su seno se acallen las voces que denuncian la dictadura del Ejecutivo.
Pero con el Poder Judicial la operación de captación y control no parece haber sido tan fácil, pues persisten algunas resistencias. Se podría pensar entonces que, con la decisión de la Corte, estaríamos ante una especie de retaliación: el desquite de lúcidos y honrados personajes que, en las instancias judiciales, quieren poner en aprietos a Uribe Vélez. Algunas de las actuaciones de jueces y juristas parecen inspiradas en este sentimiento de reivindicación de uno de los poderes más disminuidos y menospreciados por la arrogancia de un ganadero venido a más. Cabe pues, como posible, la interpretación según la cual detrás de estas detenciones, precisamente de gentes muy cercanas al presidente y su partido, se percibe la reacción de quienes aún conservan la idea de la validez de los principios liberales del derecho, de la separación de poderes, de los peligros del autoritarismo y de la necesidad de que la justicia sea realmente universal y ciega.
No faltará tampoco quien interprete esta valiente decisión de los jueces como la dulce venganza de la llamada oligarquía bogotana tradicional que, a pesar de haber ganado tanto con este gobierno, se ve tratada con cierto desdén por un provinciano de oscuros orígenes y en torno al cual se agrupa tanto nuevo rico, tanta fortuna de sospechosa factura, tanto líder político de malas maneras y pésima educación que, a codazo limpio, intenta ingresar en sus distinguidos clubes a golpe de chequera y grosería. No desean hacer demasiado daño a quien tanto beneficia sus intereses. Pero esa vieja y rancia burguesía sabanera querría recordarle a Uribe Vélez quién es, de dónde viene y, sobre todo, quiénes en última instancia mandan en el país.
Por supuesto, siempre debe considerarse la hipótesis de una intervención directa o indirecta de la embajada de marras. En casos anteriores y similares, como el proceso 8.000 o el más reciente de una antigua presentadora de la televisión amante de grandes capos del narcotráfico, la intervención directa de la embajada gringa es evidente. Cuestión ésta que en manera alguna debe sorprender: los Estados Unidos tienen aquí soldados, mercenarios y asesores participando directamente en el conflicto armado, imponen sin miramientos diplomáticos sus puntos de vista –TLC, por ejemplo–, su embajador se permite hacer sugerencias al gobierno que más parecen órdenes, las empresas estadounidenses actúan aquí casi con patente de corzo –sólo que, para mayor vergüenza nacional, quien autoriza la piratería no es Washington sino Bogotá–. Si el embajador funciona realmente como un virrey, ¿resultaría extraño que su larga mano no intervenga en los asuntos importantes que ocurren en este país? La famosa “teoría de la conspiración”, por lo general, ayuda poco en los análisis, pero en este caso y con relación al papel del gobierno de Estados Unidos puede asegurarse que su intervención no ofrece dudas. Otra cosa diferente será explicar los motivos concretos y las formas específicas de tal intervención. Entonces, sí hay campo propicio para alimentar especulaciones e imaginarse siempre lo peor con buenas probabilidades de no equivocarse.
No faltan quienes ya señalan que todo este proceso contra los parlamentarios terminará como otros similares. O sea, que se confirmará nuevamente que en este país la ley sigue siendo para los de ruana, que la cuestión de fondo no se va a tocar y que el sistema puede tranquilamente sacrificar a algunos para salvar a los importantes. En efecto, si se trata de juzgar el narcotráfico y con mayor motivo el fenómeno del paramilitarismo habría que empezar por encausar a quienes desde las más altas instancias del poder consintieron por décadas lo primero y alentaron sin tapujos lo segundo. Habría que establecer quiénes se han beneficiado del comercio ilegal de sustancias psico activas, qué papel han jugado esas fortunas en la economía legal del país y cómo desde esas posiciones de fuerza el narcotráfico ha impregnado el tejido social de la nación sin que desde el gobierno se hiciera nada efectivo y sincero para evitarlo. Lo mismo se podría decir de las bandas armadas de civiles que han asolado campos y ciudades con la connivencia de las mismas autoridades y en cuyo financiamiento no solo participa el narcotráfico sino también ganaderos, comerciantes, campesinos acomodados y mucha gran empresa local, mucha multinacional que han confiado a estas huestes la “solución” de sus problemas de seguridad, acaparamiento de tierras, desplazamiento de sus legítimos propietarios o la física eliminación de los líderes sociales y sindicales que persisten en defender sus derechos. Ninguno de ellos se va sentar en el banquillo de los acusados. Ninguno de los responsables importantes del delito será jamás interrogado y menos condenado. A fin de cuentas, el sistema no se ha diseñado para otra cosa que mantener sus privilegios.
Por supuesto, los acusados son culpables, a juzgar por las pruebas que obran en su contra. Existe además una convicción moral generalizada de que es así y no de ahora sino desde hace años. No es un secreto para nadie que la misma acusación puede hacerse a muchos más y que los crímenes que se juzgan tienen como primera y principal culpable a una clase dirigente en cuyas filas resulta difícil encontrar hoy dirigentes que puedan decir con sinceridad que siempre se ha opuesto al paramilitarismo y siempre han combatido el rol siniestro de los dineros negros en la economía y la política. Tampoco son demasiados los que pueden sostener, sin sonrojarse, que no se han beneficiado directamente de lo uno y lo otro. Ésa es la medida de la descomposición del país y, al mismo tiempo, la dimensión de reto para quienes buscan construir un país diferente. Ésa es parte de la herencia que reciben.

Tomado De El Tuerbio, www.elturbion.org

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