Servicio noticioso – Número 126 – marzo 22 de 2006
TLC
Juan Diego García – marzo 22 de 2006
A pesar de los ingentes esfuerzos de algunos gobiernos y de los propagandistas de los tratados de libre comercio, éstos no consiguen convencer de sus supuestas bondades a colectivos muy significativos de la población en el continente latinoamericano.
Quienes se oponen señalan la imposibilidad de conseguir tratados equilibrados entre economías tan dispares, dado que otorgan, de entrada, una gran ventaja a los países ricos. Estos tratados, expresión contemporánea de la tradicional política del libre cambio liberal, parecen repetir –con las naturales diferencias que imponen los tiempos– los mismos argumentos que se adujeron a finales del siglo XIX para que Inglaterra y los Estados Unidos impusieran el libre cambio a las nacientes repúblicas del continente.
Hasta entonces, los países metropolitanos habían aplicado una política muy estricta de proteccionismo para fomentar su propio desarrollo industrial y, en buena medida, lo mantenían. Entonces, proclamaban que estos países, básicamente agrarios, deberían practicar una apertura completa de sus mercados, renunciar a cualquier forma de proteccionismo e integrarse en el gran comercio mundial, panacea de todo desarrollo y único camino posible para gozar de la civilización.
Pero los hechos se encargaron de poner las cosas en su sitio y el desarrollo interno de estos países sólo vino como resultado de políticas proteccionistas, medidas de nacionalización de recursos y hasta duros enfrentamientos con los países metropolitanos y sus amigos internos: terratenientes, magnates mineros y grandes comerciantes. El libre cambio, que se sepa, no acompañó ninguno de los procesos que permitieron a estos países pasar de ser sociedades agrarias a tener ciertos niveles de desarrollo industrial; dejar de ser enormes fincas tradicionales para acceder en alguna medida a la modernidad, el urbanismo, la laicidad y el mejoramiento material de sus habitantes.
El panorama actual es muy similar al de entonces. Los países que ya han suscrito tratados de libre comercio con los Estados Unidos apenas pueden mostrar avances significativos. México, por ejemplo, no puede enorgullecerse de los aumentos considerables de sus exportaciones, porque en buena medida éstas corresponden a la economía de maquiladora –‘talleres del sudor’ que generan un empleo precario y mal pagado en condiciones de duro régimen laboral–. La pobreza no disminuye pero el impacto negativo sobre su tejido económico nacional sí es considerable: basta pensar en los sectores tradicionales de la agricultura y la industria.
Chile, el otro ejemplo aducido siempre como el modelo a seguir, tampoco consigue reducir la pobreza. El modelo permite que unas minorías se enriquezcan escandalosamente y se distancien de tal manera del resto de sus compatriotas que Chile ya es miembro destacado de esa lista ominosa de los países que se distinguen por una enorme desigualdad social y económica. Eso sí, Chile, aprovechando la diferencia de estaciones, se ha convertido en un exportador eficiente de frutas al hemisferio norte y ha corrido con suerte en su principal renglón de exportación: el cobre, cuyos precios se mantienen altos por ahora. O sea, nada que tenga solidez y garantice que, a cambios drásticos del mercado de materias primas –cosa por demás muy común–, el milagro chileno se pueda mantener. Entonces, de poco va a servir la “estabilidad institucional” y el “gobierno responsable”. El hambre y el desempleo no parecen entender de tales palabrejas.
Resulta bastante significativo que sea precisamente Brasil, la mayor economía de la región, quien encabece la oposición a los TLC que impulsa Washington. En realidad, Brasil sería una de las pocas economías que estaría en condiciones de competir de igual a igual –al menos en algunos rubros– con la economía estadounidense. Probablemente, también Argentina y Venezuela, por otros motivos. Pero el resto de los países del área quedarían condenados a ser consumidores netos de los sobrantes industriales y agrícolas de los Estados Unidos, obligados a desmantelar la poca industria que tienen cambiándola por maquiladoras –o sea, integrándolas como socios menores en la cadena industrial del imperio– y a dedicar sus esfuerzas agrícolas a la producción de frutos exóticos hasta que los gringos descubran la manera de producirlos. Por supuesto, afianzarían su papel de exportadores de materias primas, especialmente energéticas, y de suministradores de mano de obra barata, que emigra a los mercados metropolitanos impulsada por la miseria que el libre cambio genera en sus tierras.
Un negocio doble para el capital: los países pobres educan la mano de obra –un coste que las metrópolis se ahorran– y ésta, sometida en buena medida a la ilegalidad, contribuye involuntariamente a bajar los salarios en los países de ‘acogida’. La idea peregrina de impulsar la exportación de manufacturas mediante los TLC es una pura ilusión: China e India ya tienen copado el mercado de las metrópolis con ventajas que Latinoamérica no puede superar. Es sólo cuestión de tiempo para que las mismas maquiladoras se trasladen de Latinoamérica a éstos y otros países de Asia y África.
Pero a todo esto habría que agregar que estos TLC no son tan libres ni se limitan al comercio. Las metrópolis imponen sus condiciones: tienen en sus manos todas las armas posibles, controlan los organismos mundiales de crédito, manipulan a su antojo los mercados, tienen el apoyo decisivo de los sectores minoritarios que en estos países hacen el papel de cipayos del imperio y, en última instancia, tienen la fuerza bruta suficiente para ‘persuadir’ a gobiernos y pueblos remisos al ‘progreso’ para que suscriban los acuerdos.
Y tampoco se limitan al comercio: son, en realidad, un conjunto de políticas que abarcan todo el espectro económico y político. En efecto, los TLC aseguran ventajas a las empresas metropolitanas sobre la producción local, blindan sus inversiones e imponen instancias jurídicas extranacionales que ellos mismos controlan y en las cuales se dilucidan los conflictos entre las empresas metropolitanas y el gobierno local –¡Qué útil sería este mecanismo para Repsol, si el TLC funcionara en Bolivia!–. Así mismo, limitan, cuando no eliminan, la capacidad de los gobiernos para promover su propio desarrollo económico, asaltan sin piedad los recursos de la biodiversidad –uno de los mayores tesoros de estos países–, se aseguran aún mayores ventajas en las políticas de patentes e investigación y hasta la cultura nacional se ve avasallada sin límites por la basura gringa de televisión y demás medios de comunicación.
Si a los TLC se agregan las bases militares estadounidenses, que crecen silenciosa pero sistemáticamente por todo el continente, no falta razón a quienes ven en todo esto un proyecto de completa colonización del continente por parte de los Estados Unidos. Se justifica plenamente desenterrar el calificativo de imperialistas con el que, en otras épocas, la izquierda acusó a Washington.
Miles de indígenas y campesinos de Ecuador marchan en estos momentos sobre Quito y exigen que sea el pueblo, en plebiscito, quien decida si se firma o no se firma un TLC con los Estados Unidos. Otros miles protestan también en Perú y Colombia. Es la voz del pobrerío, mayoritario en el continente.
Por supuesto que hay sectores que salen beneficiados con el TLC. Naturalmente que hay sectores sociales a los cuales, inclusive, les gustaría que sus países fuesen ‘estados libres asociados’ de USA. Pero, lo que parece evidente es que a las mayorías el asunto no parece gustarles en absoluto y que los profetas criollos del nuevo colonialismo encuentran cada vez más difícil convencer a la ciudadanía acerca de las bondadosas intenciones del ALCA y los TLC.
No faltan razones a quienes interpretan “TLC” como “todo lo cedemos” o a quienes, echando mano de la sabiduría popular, dicen con sorna que negociar con los gringos, en esas condiciones desiguales, es como “pelea de fraile contra tamal”, de “toche contra guayaba” o de “tigre contra burro amarrado”.
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